lunes, 23 de agosto de 2010

Dos caras de una moneda

_ ¡Hola Juan Carlos!
_ ¡Hola!, ¿Sos Carolina no?
_ No vas a decir que no me reconociste.
_ Es que hace años que no nos vemos, eso que nuestra ciudad es un “pueblo chico”, aunque con ambiciones de gran urbe.
_ Bueno, no minimices, es una ciudad…
_ Sí, por la cantidad de habitantes, pero sigue siendo un pueblo. Contame ¿Qué es de tu vida? Vos te casaste y tuviste hijos ¿no?
_ Sí, dos y tengo tres nietos y vos ¿Te casaste? ¿Cuántos hijos y nietos tenés?
_ No, yo no me casé, estoy solo, desde que se murieron los viejos.
_ Disculpá no sabía…
_ ¿Qué te voy a disculpar? Cada cual tiene que asumir su destino. Tu esposo ¿vive?
_ El destino, a veces, lo construimos nosotros, Sí vive, pero hace mas de quince años que nos separamos.
_ Bueno esas cosas suelen pasar.

Juan Carlos y Carolina estaban en la cola del Banco, para cobrar la jubilación y claro, cómo iba a reconocerla, si aquella piba preciosa, que en los ’60 los tenía locos a todos los muchachos de la barra, con su cintura de “avispa”, de chica Divito, su altura y delgadez justa, de modelo de aquellos años (no como las anoréxicas de hoy). Su cabello lacio, oscuro y brillante, cayéndole sobre los hombros y esos ojazos tipo Liz Taylor, que a veces eran azúles como el cielo, otras verdes como el mar y si había tormenta se tornaban violáceos.
No, no podría haber reconocido en esta mujer que pesaría noventa kilos o más, con cabello casi cano por completo, cortado a ras de la nuca, como las mujeres muy mayores lo usan, un cuerpo cuadrado y con rollos sobrantes en toda su geografía, sus ojos opacados por los bifocales que usaba y, cuando la cola avanzó, pudo ver que algún problema tendría en sus pies o en algún otro sitio, porque caminaba con una marcada dificultad, no evidentemente Carolina estaba irreconocible.

Entonces recordó que estuvo perdidamente enamorado de ella, aunque nunca se animó a decírselo, ni siquiera cuando abrazados, bailaron algún tango de Pugliese en el club del centro y Carolina apoyaba la cabeza, con ternura, en su hombro. Temía el rechazo, era ¡tan bonita!, seguramente aspiraría a alguien con más pinta y de mejor posición económica y todos se sorprendieron cuando se casó con el hijo del carnicero que vivía en un barrio humilde, alejado del centro y de facha ¡nada!
En esta introspección estaba, cuando oyó que en la caja llamaban al N° 95 y la mujer se acercó a cobrar e inmediatamente, desde otra caja, llamaron el 96 y a su vez él lo hizo.
Al retirarse, primero, ella le dio un beso diciéndole:
_ Chau, Juan Carlos, en cualquier momento nos encontramos.
-El respondió abrazándola y diciéndole- Sí, sí seguro.

Carolina llegó a su departamento, donde vivía sola, puso el agua para prepararse un té, le dio de comer a Tuly, su pekinés y fue hasta el dormitorio, para buscar en el placard, la caja que contenía sus “tesoros”: Los del ombligo y primero; dientes de sus hijos, la alianza que aunque su matrimonio hubiese fracasado, cuando se casó, creyó que iba a ser feliz, y entre otras cosas el pequeño álbum de los 15 donde estaban las fotos tradicionales, con sus padres, con los abuelos, con las chicas, con los muchachos…
Precisamente esta última era la que le interesaba, quería ver a Juan Carlos, porque ella había estado enamorada de él,
¡Tan alto, tan delgado, tan buen mozo! con esos profundos ojos negros, que parecían comérsela cuando bailaban, apretadísimos, en el club y que ahora se veían tristes detrás de la gafas.
Delgado se mantenía, pero su porte no era el mismo, y su oscuro cabello ahora canoso había comenzado a menguar en donde termina la frente.
“Es terrible lo que nos hace el transcurso del tiempo -se dijo mirándose en el espejo de la cómoda- seguramente él también se habrá desilusionado conmigo…
¿Por qué no se habrá animado a declararme su amor en aquél tiempo…?